Pablo González-O'Neil
Actualizado el 21 de Octubre de 2025
El cantor con los pies en la tierra y la cabeza en el viento
Entre los cerros de Valparaíso y las calles empedradas del barrio Yungay, un hombre de sombrero eterno afina su guitarra mientras el viento le juega con el pelo. Pablo González-O’Neil canta como quien conversa con el pasado y se ríe del presente: un trovador del sur del mundo que aprendió que la poesía también se puede tocar con callos en los dedos.
Nacido en Santiago pero porteño por vocación, O’Neil mezcla el folk latinoamericano, el blues heredado de sus raíces irlandesas y la ironía dulce de quien ha visto mucho y aún quiere creer. Su música vibra entre la trova moderna, el folk-blues y un sonido acústico con alma urbana. Hay melancolía, sí, pero también ritmo, reflexión y una pizca de humor que impide que la pena se tome demasiado en serio.
Su repertorio se nutre de las musicalizaciones de los poemas de Daniel Olivero (Autorretrato, Perdido en tus ojos) y de El Hijo del Diluvio ("El último que sale apaga la luz", ¡Octubrista!), con arreglos que cruzan la trova chilena con la sensibilidad del blues y el fraseo poético del sur. En sus letras se percibe una conciencia social profunda, no panfletaria, sino tejida en los gestos cotidianos, en la mirada crítica y en el cariño por los olvidados.
Pablo reconoce su linaje musical sin esconderlo: viene de la escuela de la Nueva Canción Chilena (Violeta Parra, Víctor Jara, Inti-Illimani, Quilapayún), creció con el Canto Nuevo (Santiago del Nuevo Extremo, Schwenke y Nilo, Sol y Lluvia) y se conecta con los referentes actuales como Nano Stern y Pascuala Ilabaca. En el otro extremo del mapa, la herencia celta-blues de sus ancestros O’Neil le da ese tono melancólico que lo emparenta con un cantautor de taberna: un tipo que canta verdades con una sonrisa torcida.
En vivo, su presencia es magnética y desprovista de artificios. Guitarra en mano, alterna entre el charango, la mandolina y el bombo legüero cuando se pone trovador; y en los pasajes más bluseros cambia el tono con guitarra de jazz, bajo, batería y armónica, acompañado por su banda habitual —una especie de cofradía sonora heredera del legendario Tuerto Malone, su tío abuelo músico y bohemio del puerto. Juntos logran un sonido cálido y contundente, donde la flauta traversa flota entre los acordes y da ese brillo final que distingue su propuesta: folk con raíces, blues con alma y una complicidad que se nota en cada tema.
Cuando no canta, lo más probable es que esté carreteando con su compadre Rodrigo Reds en algún bar de Valpo, o en Cartagena, tomando mate y escribiendo acordes nuevos sobre papeles manchados de café. Entre risas y silencios, ambos siguen afinando ese viejo sueño compartido: hacer canciones que digan algo sin necesidad de gritarlo.
Pablo González-O’Neil es, en el fondo, un cronista de puerto con guitarra al hombro. Canta desde la vereda, mira desde el margen, y construye belleza con lo que otros desechan.
“No canto para salvar al mundo,
pero si alguien sonríe,
ya valió la pena afinar.”
Sus canciones en YouTube:
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